domingo, 8 de febrero de 2009

Capítulo séptimo

En el que comienza su clausura

El ir, lector, en taxi a mi clausura
no fue por apurar comodidades;
motivos, si cabe, más materiales
me llevaron a tomar esta postura.
Ocurre que no había infraestructura
de transporte público a mis soledades,
de haber trenes o autobuses regulares,
los tomara, no importaba la apretura.
En taxi hube, pues, de seguir la senda
retirada de aquellos pocos sabios…
las cifras corrían de forma tremenda
a una velocidad de mil diablos,
¡como transcurre el tiempo y no perdona
cuando uno pasa el límite de zona!

La cabaña a la que iba retirado
a vivir una vida recoleta,
perteneció antes a otro anacoreta
que, por lo visto, ya se había jubilado.
Nada en la choza había de recargado,
no hallé más mueble que una colchoneta
y un cristo al que sujetaba una chincheta
porque aun pareciera lujo estar clavado.
No había luz, ni gas, ni agua corriente,
no había tampoco vajilla ni cubiertos;
no vi en todo el lugar ni un recipiente
era, en suma, el eremitorio perfecto.
No sé qué harían los viejos ermitaños;
yo firmé una hipoteca a veinte años.

La cabaña se encontraba situada
en el medio de un paraje boscoso,
junto a ella corría un río nemoroso
y había un efluvio a flora delicada.
Trescientas aves de exótica trinada
proferían un cántico armonioso;
ciervos y ardillas de pelaje hermoso
surgían al claro desde la arbolada.
Al fondo destacaba la silueta,
de corte abrupto y nevada su cima,
de uno de los más altos montes del planeta;
y a su lado, disputándole la estima,
se encontraba una antena Movistar
que daba cobertura a aquel lugar.

En lo que se refiere al alimento,
había por aquellos andurriales
abundancia de fruta y vegetales
con los que procurarme mi sustento.
La sed también era tema resuelto
pues corrían, con profusión, fluviales
aguas mineromedicinales
y también ricas en oligoelementos.
Y en lo tocante al tema, ya me entiendes,
tampoco abrigaba preocupaciones,
pues estando ya la partida en ciernes
me había provisto bien de cañamones.
Pues cuán dura sería la vida del asceta
sin fumarse de vez en cuando un peta.

Una vez me hube así instalado,
al día siguiente, sin mayor demora,
salí al bosque a la más temprana hora
a meditar, conforme había pensado.
Y fuera por no estar acostumbrado,
fuera, tal vez, a causa de la flora,
que me embriagaba, o de la mucha ave canora,
o simplemente porque estaba empanado,
el caso fue que, dejada a su albedrío
la mente, no halló otro tema mejor
que quedarse girando en el vacío
como el reloj de la pantalla del Word.
¡Así de presto descubrí yo mi inmanencia
y alcancé la Supresión de la Conciencia!